Juntos

De mil y una formas me imaginé esta situación... pero nunca creí que sucedería así. En mi cabeza, la más común, la que más se repetía y la que veía más plausible era tu llamada. Tenías mi teléfono, te lo había dado hacía años e incluso llegaste a llamarme. Aunque para mi desgracia, las dos veces que lo hiciste no pude atender tu llamada. Me quedé sin oír tu voz. O casi. 

 

Puedo recordarla de la noche en el chat de voz. Ese que instalaste en la web que habías creado del grupo. No funcionaba muy bien y estabas haciendo pruebas con él. Me habías pedido ayuda, pero tan atareado estabas que no te diste cuenta que me lo dijiste en la sala común del chat y no en nuestra conversación privada. Sucedió lo que tenía que suceder: entramos todos. De Valencia, de Bilbao, de Mallorca, de Murcia, de Santander... éramos varios y de distintos sitios, pero todas las noches las pasábamos juntos. Aquella fue una más, aunque apenas pude escucharte bien porque casi no hablaste y las pocas veces que lo hiciste, el resto de nuestros amigos hicieron que el chat se bloqueara. No dejaban de hablar y gritar todos a la vez porque, por fin, te poníamos voz. A ti, que nos uniste.

 

Y ahora, después de tantos años, un accidente nos ha reunido. 

 

Soy torpe, siempre lo he sabido. Mis tobillos pueden ser un peligro, sobre todo si llevo tacones. Hoy no pensaba ponérmelos, pero debía hacerlo y me alegro por ello. De acuerdo, me he hecho daño, aunque ahora eso me da igual. Pensé que caería al suelo, sin embargo no lo hice porque unas manos me agarraron. Las tuyas. 

 

-¿Estás bien? -preguntaste con preocupación, ayudándome a ponerme recta pero sin ver mi cara.

-Sí -dije antes de mirarte. Entonces, te vi.

 

El tiempo ha pasado. Ahora algunas canas asoman tímidas en tu pelo negro, algunas arrugas enmarcan tus ojos oscuros. Ya no rondas la treintena, pasas de los cuarenta. Y yo ya no soy una adolescente. Ahora mis facciones no son tan aniñadas, mi sonrisa no es tan candorosa. 

 

Aun así, a pesar de los años, a pesar del recuerdo de las viejas fotografías que intercambiamos, fuimos capaces de reconocernos. 

 

-¿Gata? -susurraste impactado, haciendo referencia al personaje cuyo nombre utilizaba en el grupo.

-¿Dios? -respondí incrédula, haciendo referencia a la condición divina de tu nombre en el grupo. 

 

Sonreírmos, miramos a nuestro alrededor con la misma intención: buscar un sitio donde ponermos cómodos. Nos sentamos en uno de los bancos vacíos de la calle peatonal donde nos encontrábamos. 

 

Coloqué mi bolso a mi izquierda y crucé las piernas, nerviosa y mordiéndome el labio. Volvimos a mirarnos detenidamente, estudiándonos mutuamente.

 

-Nunca pensé que me sentaría así contigo -dijiste sonriendo tras un momento en silencio, retirando el pelo de mi rostro para colocarlo tras mi oreja.

 

Avergonzada, aparté la mirada de tu sonrisa, sabiendo a qué te referías, y la posé en en mis piernas. Hace años, cada noche en nuestras conversaciones privadas siempre me decías "Ven, gata, siéntate en el regazo de este cansado dios, déjame acariciar tu pelo". Y en ese instante, tu mano se posó sobre mi desnudo muslo. Tu dedo pulgar se deslizó sobre mi fría piel, calentádola.

 

-Mi casa está cerca -susurraste. Te miré, aún sonrojada y con la respiración entrecortada-. Ven conmigo, gatita, así podremos ponernos al día mientras estás sentada donde debes.

 

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